26 abril de
2016
Siempre vimos,
en todo tiempo y lugar, desde que los discursos de los maestros pretenden enseñar
a los discípulos y alumnos, lo molesto que les resulta que un alumno - sin ser revoltoso, ni perturbar el orden de
la clase – mantenga la mirada perdida en el vacío, ensimismado. No porque esté
haciendo cosa diferente que le distraiga, sino simplemente porque en un momento
dado del discurso del Maestro se siente evocado a la contemplación del “infinito”.
Absorto y
distraído. Embaucado en un lugar intemporal, el alumno percibe la Eternidad. Insípida,
inodora, incolora, indefinible… el alumno, literalmente ha salido de sí mismo y
es “espejo” de lo transcendental e inmutable. Experimenta la nada y la no-nada.
Es incluso la inmortalidad.
Y el Profesor,
molesto porque el alumno no le presta atención le suele hacer regresar
súbitamente de ese estado donde “no es”. Y no le pregunta qué sintió, qué
entendió, qué percibió. Ni tampoco le da una explicación por la que entienda el
propio alumno qué ha sucedido. Normalmente le culpabiliza o reprocha su falta
de atención ignorando el “viaje” realizado por el discípulo.
Análogamente a
la descripción que Schopenhauer hace del “abandono de la individualidad” al
observar la belleza (una rosa, por ejemplo) el alumno, “distraído”, estaba
contemplando esa Eternidad y, por ello, formaba parte de ella. Mientras, el
Maestro, atrapado en su interés por enseñar se considera despreciado en “su
sabiduría” basada en la “ciencia”, la “opinión” y la “vida cotidiana” (que son
las cadenas que atan al Maestro a la Caverna de Platón según la define
Schopenhauer) y recrimina al alumno ignorando que éste le estaba mostrando, con
su rostro, “La Eternidad”.
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