Este año
comienza, expresando – como en todos los cambios de año o de ciclo
– nuestros anhelos en forma de buenos deseos; es el momento donde todos
tendemos a sintonizar en busca de un bien particular que se convierte - una
vez sumados todos los deseos particulares – en un deseo común de que no
sólo nuestros deseos se cumplan sino también los deseos de los que amamos,
también de aquellos que nos rodean; y entendemos, incluso, que los deseos de
aquellos que nos cruzamos por las calles del barrio o de la ciudad (y en los que a veces reparamos en su aspecto,
pensando si estarán llevados de alguna preocupación – que suele ser lo común –
o de algún pensamiento en su quehacer cotidiano, o simplemente absortos en
pensamientos tal vez inconscientes en los que siempre nos tiene entretenido
nuestro cerebro de una u otra manera, seamos o no conscientes de ello)
también se les cumplan; pues concebimos que, seguramente, sus deseos sean muy
parecidos a los nuestros, muy similares,
muy sencillos y tan genuinamente ingenuos como los nuestros, al punto de sólo
poder realizarse en el ámbito de aquello que es simbólico y común para todos
nosotros; es como si rezáramos todos al mismo Cielo deseando para todos el
mejor de los bienes posible (aunque lo
expresemos en forma de: Que me toque la lotería, o que los hijos encuentren
trabajo, o que este año también llegue todos los meses a “fin de mes”….).
En el artículo
“Qué nos traerán los reyes magos para este 2019” ya anticipé, de manera
indirecta, que la Iglesia Católica es realmente la Iglesia Universal (esta afirmación la he realizado en varias
ocasiones y ahora vuelvo a hacerlo una vez más, aunque probablemente no como
tal vez desearan los seguidores más fieles de la doctrina) y sin embargo,
sólo por el esfuerzo milenario que realizó durante siglos y siglos en recopilar
símbolos de otras religiones, adaptarlos e integrarlos a su doctrina y luego
plasmarlo en un calendario lleno de símbolos en sí mismo, ha conseguido ser tan
Universal, tan Católica que difícilmente podrían aceptar públicamente la enorme
obra, cargada de símbolos, que han sido capaces de construir y que tienden a
pasar desapercibidos para la inmensa mayoría de las personas que los ven diariamente
en sus iglesias o catedrales; e incluso pasan desapercibidos, los más
esenciales, a aquellos que consideran haber sido capaces de definir qué es una
religión y con ello delimitar cualquier creencia y sostener, desde la
perspectiva de un materialismo científico, que sólo ellos portan un verdadero
acercamiento a la verdad, mucho más real de lo que al respecto cualquier
religión pudiera acercarse, incluida la propia de su cultura. Este artículo de
hoy pretende ir más allá de lo que comúnmente se entiende por religión y
mostrar que lo que el Ser Humano es capaz de construir o ingeniar puede acabar
siendo un reflejo tan fiel de nuestro universo astronómico como de nuestra
propia sociedad. En ese sentido va el esfuerzo de este artículo que pretende
aproximarse a la capacidad y versatilidad de la naturaleza humana cuando es
creativa, e incorpora a esa creatividad los conocimientos que posee de manera
honesta y leal.
La Iglesia Católica incorporó a las diosas lugareñas de las comunidades (en las que se instalaba como instrumento vertebrador y socializante del poder económico y político del momento). Parece probable que Isis fuera la diosa que sustituyera al símbolo betílico que un principio representaba la fertilidad de un valle o una comarca. Parece que resultara inevitable que, una vez conocida la vinculación que existe entre sexo y procreación, se generara una mitificación de esa “varita mágica” capaz de generar vida. Pero pronto verían los políticos de entonces que el bienestar construido por medio de una estructura comercial, urbanística, sanitaria, defensiva, y urbana, tenía que lidiar con fuerzas no dependientes de la voluntad masculina de entonces (la fuerza betílica, como símbolos de fertilidad controlada y organizada en la propia tierra de labor: Si no se siembra no nace ni se cosecha; y que manifestaba la voluntad calculada y planificada del hombre sobre la fertilidad del entorno natural con el fin de procurarse bienes con los que sostener a las familias y habitantes de una población o ciudad; pero todo ello cedía ante la fortaleza genuina de la feminidad: La propia Naturaleza es más fuerte que la voluntad masculina de “controlar y ordenar”. Ese símbolo betílico iba más allá y mostraría, probablemente, el dominio del varón, sin cuyo falo, la hembra jamás pudiera concebir vida nueva, por mucha fertilidad que hubiera en su vientre). El betilio, como poder supremo, se simbolizó en el cayado, en la vara de mando. La fuerza emergente a dominar fuera Isis, la Diosa femenina de la fertilidad, que expresa la fuerza vital incontrolada e incontrolable y promiscua (tal vez hasta la crueldad) en la condición de lo femenino de la Naturaleza. La solución Católica fuera la Virgen María sustituyendo a Isis en todos los templos y en cualquier lugar donde un símbolo femenino emergiera como manifestación de la exuberante fertilidad de las tierras; fertilidad que habría que ordenar y reconducir hacia lo útil y provechoso para una comunidad, con el fin de que esta prosperase económica, social y políticamente.
La Iglesia Católica incorporó a las diosas lugareñas de las comunidades (en las que se instalaba como instrumento vertebrador y socializante del poder económico y político del momento). Parece probable que Isis fuera la diosa que sustituyera al símbolo betílico que un principio representaba la fertilidad de un valle o una comarca. Parece que resultara inevitable que, una vez conocida la vinculación que existe entre sexo y procreación, se generara una mitificación de esa “varita mágica” capaz de generar vida. Pero pronto verían los políticos de entonces que el bienestar construido por medio de una estructura comercial, urbanística, sanitaria, defensiva, y urbana, tenía que lidiar con fuerzas no dependientes de la voluntad masculina de entonces (la fuerza betílica, como símbolos de fertilidad controlada y organizada en la propia tierra de labor: Si no se siembra no nace ni se cosecha; y que manifestaba la voluntad calculada y planificada del hombre sobre la fertilidad del entorno natural con el fin de procurarse bienes con los que sostener a las familias y habitantes de una población o ciudad; pero todo ello cedía ante la fortaleza genuina de la feminidad: La propia Naturaleza es más fuerte que la voluntad masculina de “controlar y ordenar”. Ese símbolo betílico iba más allá y mostraría, probablemente, el dominio del varón, sin cuyo falo, la hembra jamás pudiera concebir vida nueva, por mucha fertilidad que hubiera en su vientre). El betilio, como poder supremo, se simbolizó en el cayado, en la vara de mando. La fuerza emergente a dominar fuera Isis, la Diosa femenina de la fertilidad, que expresa la fuerza vital incontrolada e incontrolable y promiscua (tal vez hasta la crueldad) en la condición de lo femenino de la Naturaleza. La solución Católica fuera la Virgen María sustituyendo a Isis en todos los templos y en cualquier lugar donde un símbolo femenino emergiera como manifestación de la exuberante fertilidad de las tierras; fertilidad que habría que ordenar y reconducir hacia lo útil y provechoso para una comunidad, con el fin de que esta prosperase económica, social y políticamente.
El símbolo excepcional del Catolicismo, en el que técnicamente es Cristo Jesús el guía
masculino, es la incorporación de la Virgen María – guía
de lo femenino y aparente motivo de disputas
teológicas de gran altura al punto de ser el eje central y probablemente real,
de las divergencias entre los protestantes y los católicos, pero que pudieron expresarse de manera simbólica por medio de las teorías y dogmas religiosos, y también
se expresaron desde la vertiente económica, tal vez por ser la vertiente
económica el ataque que más duele a toda organización que precisa de una vertiente terrenal para su sustento: Las
prerrogativas económicas de la Iglesia Católica asegurando que pagando dinero
se podría alcanzar, finalmente, el Cielo - pues las implicaciones conque el
símbolo mariano afecta a la psiquis de los roles masculinos y femeninos es tan
determinante que termina por afectar al comportamiento de la sociedad y
adquieren manifestaciones, en especial en las prácticas jurídicas, de gran
calado en el ordenamiento social de manera tan decisiva que hay que ser
católico, o venir de una cultura católica, para entender los axiomas “emocionales”
que rigen nuestra sociedad por el simple hecho de alcanzar la mujer la cualidad
de madre, cuando es ejercida esa cualidad de manera efectiva; y cuya dignidad y
prerrogativas no posee la condición de mujer hasta que alcanza esa dignidad
social plenamente.
Tal vez se
pudiera constatar que, aun por encima del culto a la Diosa de la Fertilidad (dominada en el Catolicismo al hacerla
Diosa-Madre - con la condición de ser a la vez Virgen - de un superhombre que
alcanzaría la condición de Dios – una vez muerto en tortura y sacrificio – y
adquirir por ello la condición postrera de inmortal; haciéndose ejemplo de
camino y guía para todo Ser Humano que desee alcanzar la plena inmortalidad)
siguiera existiendo un patriarcado dominante en el ámbito religioso, económico
y jurídico cuyos poderes emanaban del Rey y por tanto del Dios-Padre. Es decir:
Se consiguió desde el Catolicismo un dominio simbólico de las fuerzas de la Naturaleza (se entiende que representada
en la naturaleza femenina) otorgando a la mujer la legitimidad de ser reina
y, por tanto, de que su palabra fuera ley (es
decir: no sujeta a más disciplina que la del patriarcado que ordena el orden
social y religioso; y no siempre a ella subordinada por razón de ser singular
en su condición femenina) e intentando lo masculino que, al menos, se
“conservaran las formas” (que al parecer
resulta ser a la postre lo único esencial cuando se verifica, una y otra vez,
que las leyes de la Naturaleza que gobiernan la condición humana pueden ser
mucho más potentes que cualquier norma legal que el patriarcado quisiera
imponer en una sociedad. Es decir: El patriarcado precisaría, a la postre,
aceptar la condición plena de la mujer – en todos sus aspectos – siempre que se
sujetara a una versión de lo conveniente y prudente). A diferencia del
protestantismo, donde el patriarcado se manifiesta de manera plena y sin rival femenino, el
Catolicismo reconoce la naturaleza de lo femenino, la asume y encauza en una
función social para la cual es precisa – a
diferencia de en el protestantismo – mediante la Confesión del pecado. Es
decir: El Católico acepta el pecado y la redención del mismo mediante un
proceso de constricción; por lo cual, al ser un procedimiento estándar y
establecido, el católico puede acabar en la tendencia de incorporar el acto de
pecar a su vida cotidiana de manera consciente e incluso calculada, pues existe
procedimiento redentor – algo que parece inaceptable
en el mundo anglosajón. Al dar el Catolicismo rango de Reina, prácticamente
Diosa, a la Madre de Dios acaba por tener que aceptar a toda la condición de la
naturaleza femenina (con todas sus
debilidades) (y en consecuencia la
masculina, pues son hijos de la madre y consecuencia de sus actos voluntarios o
involuntarios o circunstanciales para sobrevivir – no en balde, recientemente,
la ciencia médica que intenta explicar las conductas mentales humanas afirma
que “todos los trastornos” que se padecen provienen de la conducta de la madre)
y tienen que “salvar”, cada una de esas debilidades propias de la condición
humana femenina - de los ataques de
quienes cuestionan tanto la virginidad como la pureza o como la actuación
exclusiva de la tercera persona divina - mediante dogmas y misterios,
quedando encriptada la visión “real” de lo que pudo suceder en realidad - luchas de poder o intereses políticos - a
la capacidad de comprensión que pudiera otorgar la experiencia de la vida real
de los propios católicos y de su propia condición humana. Y sin embargo, lo que
se pudiera entender o interpretar de lo expresado, sigue manteniendo un fondo
espiritual de extremada fortaleza en las psiquis humanas que adquirieron estas
creencias y desde ellas construyeron sus vidas (pues la mente humana, en esencia, es plenamente plástica y está
dispuesta a aceptar desde la infancia todo tipo de reglas y verdades y las
incorpora a sus creencias de manera efectiva – aunque entren en conflicto con
su propia naturaleza de condición humana – esas contradicciones son las que,
probablemente, dan orígenes al fenómeno de la “represión” y “de personas y
personalidades reprimidas” y en consecuencia y como reacción: a la “liberación”,
y el “des-engaño” y, en el pasado, a la profusión del ateísmo o
anticlericalismo; pero también pueden dar lugar, si no se cuestionan
ordenadamente, al autoritarismo, la imposición, la rigidez y la intolerancia –
se sea ateo o no. De ahí la apuesta por separar definitivamente a la religión
de la condición de “ciencia” de conocimiento a no ser a partir de la mayoría de
edad en algunos países de nuestro entorno, como medida previa para una vida más
ordenadamente saludable; y sin embargo con ello, si se lleva al extremo de
ignorar la religión y su papel psicológico, se puede llegar a privar de ciertos
recursos espirituales que la mente pudiera precisar para “salvar” las etapas
más duras de la vida y la condición humana).
Si bien han
convivido en nuestra sociedad católica el patriarcado y el matriarcado, ambas
se han mostrado como repuestas para el ordenamiento social desde una
perspectiva católica y aceptándola como tal catolicismo que es capaz de
incorporar la naturaleza femenina y darle un “marco” socialmente aceptable sin
que pierda toda su genuina naturaleza –
aunque los equilibrios para ese fin de enmarcarla socialmente, en algunos
casos, sean complejos y difíciles – por ello siempre se busca que exista el
“procedimiento” de la confesión como resultado de una constricción hacia la
sociedad, y concebido en el catolicismo como Sacramento de la Confesión, pues
en caso contrario se pudiera percibir, no solo una falta de arrepentimiento que
pudiera poner en duda la existencia de una voluntad de reconducir los actos
propios – interferidos por una condición
humana cuyos efectos son difíciles de contener (como muestra la tarea cinematográfica del director de cine español
Almodovar, que tanta permeabilidad ha conseguido en la opinión pública
anglosajona, y tanto ha fomentado y potenciado el feminismo en ese ambiente,
mostrando que la actitud del catolicismo tiene sólidos fundamentos cuando
reconoce plenamente la condición femenina) si no que la falta de esa confesión pudiera traer otras consecuencias
más graves para la sociedad, como podría ser la de concebir que los actos no
confesados formaran parte de una determinación personal que se muestra como
alternativa real al ordenamiento social establecido, y por tanto lo pone en
cuestión sin más alternativa que la misma naturaleza de la propia condición
humana; es decir: El caos que se derivaría del sostenimiento del capricho o la
apetencia ocasional como guía de la propia conducta, y quedando este
sometimiento a la apetencia sin guía ni orientación para esa reconducción hacia
un orden personal basado en el sostenimiento de unos principios y valores a los
que nunca se halla de renunciar por mucho que se infrinjan. Permitir un
desorden en origen de la condición femenina de esa magnitud podría entrañar la
desinstalación de tabús esenciales, de naturaleza sexual, que podrían
perjudicar el orden familiar generando una desestructuración en la sociedad
difícil de reconducir y de consecuencias proyectadas hacia el futuro por medio
de los hijos concebidos en esos ambientes (prueba
de la necesidad de límites fue el impulso intentado en España, en ambientes
culturales, de amparar la consecución del incesto como medida terapéutica para
combatir la insatisfacción personal de lo femenino (e incluso de lo masculino)
mostrando así la superioridad de la
condición femenina respecto a lo masculino, y parece ser que esas voluntades de
infracciones a la conducta moral pudieran sostenerse, al menos teóricamente,
por iniciativas feministas radicales para sostener la misma actitud de derribar
barreras morales con menores.
La experiencia
de la guerra civil en España (y probablemente
de la guerra mundial en Europa) trajo situaciones traumáticas que se
proyectaron también sobre los sectores más vulnerables (la mujer por su condición femenina y los niños por su indefensión)
dejando su huella adversa hasta el presente por medio de los hijos y los hijos
de estos.
No basta con
que una generación completa acceda a la cultura en plenas condiciones de
bienestar, si no que creo que se precisaran al menos tres generaciones seguidas
para que el avance social en materias de respeto a la integridad de las personas personas (reconocido en las constituciones
occidentales) fuera un ejercicio cotidiano incorporado a la condición
humana.
“Salvar las
apariencias” se pudo convertir en un ejercicio social de primera magnitud tanto
a nivel político como familiar. Una vez trasgredidas las normas el objetivo es
ése precisamente de “Salvar las apariencias” y, ello, en determinadas
circunstancias político/sociales se puede llegar a convertir en el asentamiento
de una “verdad oficial” y el
consiguiente devenir inmediato resumido en el dicho de tener que “comulgar con
ruedas de molino”. Si bien aceptamos que el error forma parte de la acción
humana – y por consiguiente se ha de
aceptar una “rectificación” que sigue los
pasos o fases señaladas – no parece menos cierto que en ocasiones la
“rectificación” pretende, en sí misma, ocultar el verdadero origen del “error”
y en ello - siguiendo la costumbre
consensuada socialmente de “mentir” para salvar apariencias - se impulsa
una “verdad” “oficial” que “salva las
apariencias” y a la vez mantiene la mentira y el engaño. Al ser este
procedimiento costumbre social, no solo afecta al mundo de la política y de las
relaciones formales cuando sea un recurso necesario en el devenir de una
institución, sino que puede afectar, y de hecho lo hace, en ambientes más
cotidianos como los familiares. En este
sentido pongo un ejemplo de una descripción psicológica de una mujer y cómo el
efecto de su experiencia vital afecta a su conducta social y cómo es
recepcionada esta conducta por la sociedad (y
que expreso por tener un componente almodovariano evidente).
Aunque de por
sí, de manera natural, percibimos en las personas las afecciones que han podido
influir en la conformación de su carácter, y por ello somos capaces de
determinar que una persona parece fingida o que sostiene doblez en la conducta,
no siempre sabemos atribuir la causa de dicha afección que se muestra
abiertamente, pero sí sabemos que existe una causa para esa conducta que
presenta tal “máscara” o “tic”. Una persona, siendo consciente de su “máscara”
desde su juventud, era incapaz de exponer la causa de tal conducta y ponerle el
remedio adecuado. Un rasgo de naturaleza sexual podría revelar la causa de
dicha máscara, de dicho tic psicológico. La persona manifestaba el deseo en una fantasía sexual. Manifestar dicho deseo sin motivarlo llevaba a
preguntarse por el motivo del mismo. Repasando su entorno familiar se
pudo conjeturar que podría ser un problema que viniera ese entorno. Y de ahí
podría venir ese deseo en revivir para “normalizar” esa experiencia
que no verbalizaba. El hecho de no verbalizar la situación de origen podría acabar comportando otras situaciones mucho más complejas que terminarían por afectar a
sus futuras parejas y a sus hijos más adelante. Pero tuvo un amparo: Había alcanzado la condición de
madre en un entorno católico. No conociendo la sociedad circundante la
naturaleza de esos tics agresivos, acabaron por aceptar que fue
producto de mala experiencia generada por quien ella señalara - nunca descubrirían que la experiencia nefasta se generara en un entorno familiar diferente - ella misma se encargó de ocultar dicha circunstancia toda la
vida y buscar un responsable que cargara con semejante carga a los ojos de la
sociedad; al fin y al cabo la propia familia era su única referencia vital y lo esencial a
proteger.
La revolución feminista, que parece haberse
desarrollado e invadido todo occidente, pudiera haber sido sembrada, de manera
decisiva, por el cine español – al menos
pudo poner un hito decisivo para comprender que la aparente arbitrariedad
femenina obedece siempre a razones cuando estas son expresadas abiertamente
(que no suelen serlo, salvo por la confesión católica o psicoterapéutica) y que
deben de ser des-encriptadas para ser entendidas plenamente y que suelen
obedecer a situaciones de des-estructuración familiar producida por escenas de
cierta forma de violencia que no respeta el ritmo natural de las personas en
sus etapas infantiles y de pubertad, ni ha recibido el apoyo adecuado, o el
ejemplo necesario, en el momento oportuno para que los valores innatos y los
valores que puede reconocer los jóvenes en sí mismos, e incorporar a su rutinas
vitales, afloren de manera ordenada y eficaz guiando sus propias vidas. Ese
desorden acaba produciendo efectos, de distinta naturaleza, y se acaban por
trasladar a los hijos; de ahí que la ciencia de la mente asegure en el presente
que el origen de los trastornos, en la actualidad, es originado por la madre; y
de ahí la necesaria protección que precisa la condición femenina para que esta
se desarrolle de manera plena y sana, pues su impacto en los hijos es
percibido, en este momento, como definitorio de la salud mental, y de ahí el
apoyo que precisa de toda la sociedad.
Sin embargo, aun
se puede realizar una lectura más de esta revolución de lo femenino reclamando
su lugar en las sociedades occidentales; y para ello vuelvo al ejemplo Católico
en su relación con lo femenino y lo que esta condición representa como
expresión de las fuerzas creativas y destructoras de la Naturaleza. Ya en otra
ocasión me referí a cómo en mi país, los betilios delimitan el valle del Ebro,
y en su punto central se alza una basílica consagrada a la fertilidad de esa
Naturaleza que brinda cosechas de cereales, frutas, verduras, hortalizas que
aun siguen siendo imprescindibles para el sustento básico de las sociedades (sin ellas nada se puede concebir: ni
economía, ni cultura, ni saber, ni sociedad). Señalé que el cristianismo,
en alguna medida, muestra el camino del mandato divino de subyugar la Tierra
para la prosperidad del Hombre. Y sin embargo el paradigma cambia (y los católicos ya estaban sobre él). El
Hombre, en este momento, no puede seguir subyugando, ni forzando la Naturaleza
como ha venido realizando hasta ahora, para beneficio propio (y menos de la misma manera en como ha venido actuando con la mujer o la
madre: existe analogía, o al menos yo la veo); en este momento está
poniendo en peligro, de persistir por ese camino, la propia existencia humana (su salud y viabilidad presente y futura)
con un modelo de producción que enferma la Tierra.
Si bien en las
ciudades, gracias al desarrollo del comercio y el abastecimiento de materias
primas, hemos sido capaces de despegarnos de cierta “realidad” cotidiana y
adentrarnos en la esfera del ocio, del pensamiento, del arte, de la reflexión
empírica y teórica que ha impulsado este sistema económico en el que vivimos;
también es cierto que en los ambientes rurales se sigue pegado a esa realidad
de la propia naturaleza y sus normas básicas. Y sin embargo nos vemos afectados
en las ciudades por la contaminación que nuestras industrias, e inventos,
generan en el ambiente; y en los pueblos y lugares rurales también hemos
contaminado algo más invisible: el agua. Estamos en una situación que se acerca
al límite y en vez de ser determinantes en nuestra respuesta para proteger
nuestro entorno Natural (proteger lo
femenino que rige la Naturaleza que nos rodea) nos ponemos a cuestionar si
no será mejor ignorar el peligro y persistir en una economía teórica que nos ha
dado riqueza, hasta ahora, a base de envenenar y deteriorar el medio natural y
sus propiedades regenerativas.
La respuesta
del Feminismo se me antoja como clamor que pide respetar lo que hasta ahora no
hemos respetado como Hombres: La condición femenina de la Naturaleza y de sus
reglas y leyes que permiten la subsistencia de la sociedad Humana. Hemos
seguido las normas y leyes bíblicas pero estás interpretaciones en algún punto parecen necesario revisarse. La Diosa-Madre, expuesta sobre un betilio señala la unión de lo
masculino y lo femenino (al igual que la
estrella de David es símbolo de unión de lo masculino y lo femenino – el triangulo
con la cúspide hacia arriba es símbolo del Dios Padre, pero con la cúspide
hacia abajo símbolo de la Diosa Madre; y la estrella de David une dichos
simbolos. Y no estoy haciendo un recurso arbitrario a este símbolo hebreo:
Ibri, Ebrates, Ebro). Si hasta ahora lo femenino podía ser sometido a la
voluntad de ordenar de lo masculino, ahora lo femenino se hace imprescindible
de atender para preservar la Tierra. Y si queremos ser efectivos en esta tarea tendremos
que estar dispuestos a que sea prioritaria –
incluso subordinando otras cuestiones políticas a las que estamos muy apegados,
como lo pudiera ser la Historia como instrumento de Derecho y pertenencia a un
territorio determinado. Si el objetivo es preservar el territorio, la
política de los Estados se deberá configurar desde una perspectiva ya no histórica
sino Natural; la nueva configuración política debiera ser la de la eficiencia en la gestión del territorio por
encima de los pretendidos derechos históricos que nos enfrentan
arbitrariamente. Y la unidad natural
territorial es la cuenca hidrológica. Los cambios que se avecinan han de ser
profundos, si queremos que sean eficaces; como deben de serlos los cambios sociales
que están promoviendo las mujeres.
Ambos retos
(Feminismo y conservación del Medio Natural) son, en cierta manera, el mismo
reto. Y el papel de la iglesia será decisivo.
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