Miguel Ángel Ibáñez Gómez - maiges_ps@hotmail.com

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lunes, 20 de febrero de 2017

Una ciudad de ensueño


Hace ya muchos años que íntimamente discrepo con el desarrollo urbano de mi ciudad y alguna vez lo he manifestado, pero no en los entornos más propicios y receptivos – aunque por entonces me los parecieran. Y acabé por pensar que era una visión muy singular la mía (pues mi paso por la Escuela Agraria , aún afirmó más, en mí, el valor de la necesidad de incorporar cierto sólido sosiego a la ciudad, del que parece carecer. Pero, al final, me dio por pensar que, precisamente las ciudades tienden a presumir del bullicio como elemento de identidad). Pero un día, en un acto de partido que incorporaba debate abierto, comprobé que había más personas que exponían un criterio similar al mío.
Resulta difícil que algunas opiniones lleguen con nitidez a quienes deben de valorarlas – tal vez porque, por lo común, existe un “filtro, generado por un “prejuicio”(como el señalado de bullicio e identidad urbana), que sostuviera la idea permanente de que una ciudad, por definición, es progreso en una determinada dirección que la aleja de todo lo que tuviera que ver con otra idea de “orden”  propio de entornos semi-rurales. Y ello parece sesgar, o directamente quitar fuerza, a otro tipo de propuestas, que acaban siendo miradas con las perspectivas propias de gestores acostumbrados a una visión típica (e implícitamente consensuada) de  desarrollo urbano. Por, lo que parece, que a lo sumo se dejan influir por modas y criterios vanguardistas que parecen llegar de de arquitectos “visionarios” que vinculan hormigón con filosofía, tan compleja, que parecen hablar de una nueva religión desconocida para la mayoría. Y, aún, a ello se viene a sumar una tradición en la manera de construir que, rara vez, se sale de lo previsible; es decir, es, o suele ser, fácil prever por donde se extenderá o se extiende la ciudad; y también es fácil prever que difícilmente varíe su concepción de “tipo” de hábitat urbano - que se viene reafirmando desde la Revolución Industrial de los años 60 en España - por lo que, salvo en las grandes capitales (en donde la innovación arquitectónica - puntual - se vincula tanto con el progreso cultural o la innovación creativa, impulsada por las grandes corporaciones como signo de identidad propia), el resto de ciudades, apenas se atreven a innovar en aquello que resulta más cercano al ciudadano y que no es otra cosa que aceptar que el número de personas y familias, que desearían vivir en entornos diferentes, no puedan hacerlo por falta de oferta específica en este concepto de confort vital - que rara vez ofrecen las ciudades españolas, incluida la capital principal del Valle del Ebro - si eres un trabajador de clase media- media.
No es raro observar en el Facebook que, de vez en cuando, sea común que aparezca ciudades ideales en vídeos de apenas algunos minutos; y que suelen referirse a las ubicadas en Holanda o países europeos que parecen ostentar una sensibilidad medioambiental - que por aquí, por España, solo parece emerger con fuerza, ideas parecidas en épocas estivales. Sin embargo sé que en Suiza también existe este tipo de ciudades sencillamente divinas; y que desde España son cada vez más los que las desearían para sus regiones o sus propias ciudades.
Contemplar que la gente se mueve en bici - con la supresión práctica de los vehículos a gasolina, o simplemente de cuatro ruedas - parece todo un espejismo especialmente ajeno en España (y me temo que la objeción tiene la fortaleza de poderosas razonas económicas que se podrían compartir en Italia); y es un anhelo al que estamos aparentemente abocados a renunciar; por lo que merece la pena hacer una reflexión que sea algo más profunda que una somera comparación con algunas ciudades europeas, - dejando las conclusiones a la imaginación de quienes ven esos programas destinados a sensibilizar a la opinión pública; pero que, a la vez, transmiten la sensación de ser un deseo difícil y complejo de obtener, y a definitiva perdido, por llegarse a la conclusión de que el tejido de interés económico que existe en torno al coche, al ladrillo y al suelo, resulta imposible de abordar para el común de los ciudadanos - sobre todo cuando el espíritu que guía, esas reflexiones, no es el de hacer negocios, si no simplemente el de iniciar un camino hacia el bien común que contemple las necesidades y esperanzas de convivir con el entorno natural en la medida posible, y demostrar que existen compatibilidades entre una vida urbana, tecnificada y de vanguardia, y con el respeto a la valoración del medio natural (hasta el punto de meterlo en tu casa). Y, ello, sin renunciar a la proximidad de los servicios básicos propios de su propia ciudad: colegio, sanidad, centros comerciales, comercio, seguridad…. y sin verse avocado al exilio para conseguir tal fin.
Cada vez que se plantea un escenario de crecimiento urbano alternativo aparece, por algún sitio, la idea de presentar antagonismos entre progreso y conservar,  y valorar, nuestro entorno, como si ello fuera incompatible (y, en el mejor de los casos, te mandan a vivir a un barrio rural o a un pueblo – dando por hecho imposible objetar, en modo alguno, al criterio dominante de desarrollo urbano en la actualidad vigente).
Cada vez que se habla de cierta sensibilidad sobre el medio ambiente existe el presentimiento de que hay una retórica recurrente que, por mi edad, veo como se construyó en mi generación (aunque siempre debió estar vigente en todo tiempo) a finales de los años 70, cuando los residuos nucleares eran tirados directamente al mar desde los barcos,  y a los que sólo oponía resistencia Greenpeace arriesgando vidas con su barco Rainbow Warrior. Desde entonces ha llovido mucho, y se ha demostrado que la tecnología camina y da resultado satisfactorio cuanto más condicionantes se le exige - por lo que el argumento de lo inevitable del procedimiento de tirar desechos al mar fue cediendo hasta desaparecer y se demostró, que en alguna medida, las grandes multinacionales querían beneficios como objetivo prioritario, y que gestionar sus residuos sería sencillo y barato, siempre que la opinión pública no metiera las narices en sus asuntos.
Hoy en día hemos aceptado pagar, todos los ciudadanos, los procesos de tratamientos de todo tipo de residuos que generan los bienes de consumo - desde los productos energéticos (como electricidad, carbón, petróleo..) hasta las bolsas de plástico que usamos en los supermercados - pero ponemos una condición, al menos, de manera implícita: Que no se ponga freno a la innovación tecnológica que ha hecho posible la energía eólica o solar, la optimización del rendimiento de la mecánica y la electricidad y, sobre todo, que se gestionen bien esos recursos para que no nos vayan apareciendo pufos por todos los lados, ni “listillos” que solo buscan sus beneficios dejando deudas de todo tipo a la sociedad; y, sobre todo, que desde el entorno político se llegue a un acuerdo nacional - para la buena gestión de todos nuestros recursos naturales energéticos y residuos – que se convirtiera en razón de Estado – sometida a la constante supervisión de la opinión pública, pues son los ciudadanos los que acabamos pagando todo.
Siendo así  considerado - como cuestión de todos, los asuntos derivados de las materias primas, la energía, y los residuos - aún más se debe considerar, así, el desarrollo urbano, debiendo este concepto recoger sensibilidades que ahora parecen olvidadas, y ajenas totalmente al concepto de ciudad – como lo son la sensibilidad medioambientalista en la arquitectura urbana  (como si nuevamente hubiera que prepararse para luchar contra el siempre, viejo recurso, de presentar un antagonismo, insalvable, al progreso humano con el confort medioambiental y saludable que debe existir en toda ciudad, más allá de lo tradicionalmente aceptado por las inercias de la Administraciones). "Siempre fue así la ciudad”, “¿Para qué cambiar?”. Pero con estas razones se tiende a olvidar  que la participación y la atención a nuevas ideas es parte esencial del concepto de democracia (la democracia se inició en el entorno de la gestión de tierras e intereses económicos de señores feudales, y luego burgueses enriquecidos, que dio paso a ricos industriales y comerciantes, que hicieron ver a sus representantes políticos, democráticos, que sus negocios daban riqueza a la nación - y ello creó, en principio, un grave problema de “indiferenciación” entre negocio, intervención política, riqueza, prosperidad y, bienestar social y democracia - al que los ciudadanos apenas tienen opciones de influir u oponer razones, cotidianamente, más allá del formato de la queja. Queja que sólo es atendida si alcanza la envergadura de clamor).
Todo ello se ha venido viendo como una secuencia indivisible de intereses dirigida por sobresalientes bancarios, comerciantes o industriales, que influían en el poder político en torno a esos intereses económicos – generando, por la importancia que poseían sus actividades para el desarrollo del país, un aura de excelencia, e inmunidad, a la que solo se ha podido empezar a cuestionar cuando los sistemas democráticos han empezado a exigir una transparencia sus actividadesdebido, en esencia, a los excesos cometidos durante esta última crisis económica, en lo referente a España; pero que debe de ser conducta, cotidiana, los controles democráticos sólidos, pues es obvio que la riqueza de un país debe ser gestionada por las mejores ideas y profesionales - y ni estas ideas, ni estos profesionales, salen, ya solo, de las sagas financieras familiares o políticas, pues el conocimiento se ha popularizado, y ello es un logró, un hito, conseguido por la era del conocimiento.
Dejando aparte esas diferencias de perspectivas, debemos reconocer la sensibilidad que existe en Europa ante los temas medioambientales y el aprecio de la naturaleza, y, por lo tanto, debemos seguir considerándonos unos europeos; y, como tales, seguir persiguiendo nuestro modelo de sostenibilidad y confort medioambientalista en los entornos urbanos de nuestra España - y en concreto de nuestra ciudad.
Así pues, mientras en los años 60 se seguía imitando, en las ciudades españolas, los modelos de edificios obreros urbanos de la URSS - a base de lo que los franceses llaman colmenas, con apenas 50 a 60 metros cuadrados, y dos dormitorios en un ínfimo cuarto de estar, mientras los profesionales de cuello blanco - representantes del progreso capitalista - se agenciaban a vivir en residencias con jardín piscina y coche-turismo - la construcción, en el modelo de colmena, apenas ha variado para aumentar un poco el espacio vital de las familias (20, 30 o 40 metros cuadrados, más, de piso, mejora de materiales, calefacción central, ascensor, electrodomésticos que facilitan que ambos progenitores puedan trabajar y producir en la sociedad, para realizarse en todas sus facetas personales) y, el espacio vital natural, es compartido en parques o zonas verdes comunes;  y, siempre, la orientación urbana se haya hacia el espacio público que permite el contacto directo con todo tipo de comercios y establecimientos de ocio (pues esa es su esencia).
Las familias han conseguido su segunda residencias en entornos playeros o de montaña y, en algunos casos - y a causa de la reciente reindustrialización en España - aún se conserva la de los abuelos (las pequeñas casas de pueblos, que han servido para no olvidar las raíces, para recordar las carencias pasadas y, sobre todo, para mostrar una adaptación de las nuevas tecnologías a los entornos rurales, dándoles una calidad de vida, en muchos casos, muy superior a la vida urbana - al menos en términos de calidad de las cosas y productos cotidianos (hablo del Valle del Ebro).
Con lo expuesto no me estoy refiriendo al uso de tecnología de vanguardia - aunque el uso de placas solares, materiales aislantes naturales, o la informatización de los hogares, pudiera estar al alcance de nuestras posibilidades en la mayoría de las familias - me refiero, sencillamente, aquellas posibilidades más simples de conseguir, pues para su realización bastarían con aceptar un concepto diferente de desarrollo urbano, - que sigue sin contemplarse por una mera cuestión, a mi modo de ver de “inercia” de la que no se puede apear la Administración, ni los intereses económicos que existen sobre las perspectivas de los terrenos que se encuentran en las inmediaciones de las urbes.

La tentación de expresar una visión de ciudad ideal es casi irresistible; pero ello podría interpretarse como una negación de todo el gran esfuerzo realizado durante la etapa municipalista de la democracia. Sería muy justo, pues ya en sus inicios se contemplaron reivindicaciones históricas de los ciudadanos sostenidas por lo que fueron las antiguas organizaciones de “cabezas de familia”, como precursoras de las entidades vecinales (pues no daba más opción el anterior régimen) que permitirán encauzar las preocupaciones de los vecinos, e influir, decisivamente, en las actuaciones políticas, que así adaptarían sus proyectos y visiones, en la medida de lo posible, a la perspectiva vecinal.
Por lo que, por esa razón, renuncio a una enmienda a la totalidad; pues ello también implicaría negar, en cierta manera, la propia historia de nuestra ciudad - reflejada en sus calles, plazas y edificios, que han sido transitadas, y han estado presentes, generación tras generación, como parte de un escenario inmutable que podemos observar, retrospectivamente, gracias a la tecnología de ahora y antes - por medio de las obras artísticas de pintores, por lo común afamados, cuyo objetivo no sólo era puramente artístico, si no documental, con el fin de que los gobiernos centrales pudieran decidir sobre actuaciones, en ocasiones urbanísticas - y que fueron testigos casi inmutables y mudos del paso de los hombres y mujeres de esta tierra durante siglos - con sus cambios de indumentaria y sus costumbres; y que también nos han trasmitido en la evocación del recuerdo de confrontaciones sangrientas - cuando nos muestran las cicatrices con que la violencia humanas nos alcanzó, dejando sus huellas en muros de ladrillos, o piedras. Y ello no se puede obviar, pues, a la definitiva, es el vínculo más próximo, más determinante, que junto con el clima y la orografía circundante, ha venido a determinar el carácter de sus ciudadanos y, sobre todo, de aquellos que se han acercado a la tarea de gestionar la ciudad y modelarlas desde sus Ayuntamientos - símbolo de las fuerzas que se unen con el objetivo de sumar voluntades, como desde la participación ciudadana organizada (según las prioridades de vecinos, comerciantes, industriales, profesionales…). Nada de ello se pueden negar; y, por el contario, ha de valorarse cada día más, pues si existe una expresión clara, y visible, de nuestra identidad como ciudadanos es, precisamente, en nuestras ciudades dónde se pueden encontrar los rasgos de nuestros acuerdos y desacuerdos - pues en sus calles, y en sus actuaciones urbanas, a veces interrumpidas, se hayan escritos, de manera visible pero encriptada, las ideas, las tendencias, los proyectos, las discusiones y, la filosofía y modas, a las que hemos cedido o resistido.
La gestión de nuestro casco urbano no solo debe ser lo que sus vecinos quieran que sean - que lo debe ser – si no que debía estar presidido por una idea clara y globalizante de: hacia dónde queremos que vaya a su gestión en su conjunto; con el fin de que por fin se visualice, algún día, una armonía de conjunto – lo más plena y previsible posible - que resalte su identidad, y su singularidad, desde la belleza de la estética; siendo esta, la belleza y la estética, la expresión final de una armonía que se sitúa por encima de toda discrepancia o lucha; y como coronación a todo fuerzo cotidiano encaminado a la gestión eficiente de nuestras posibilidades urbanas. Objetivo, éste, que resaltaría nuestra identidad y despertaría el interés por nuestro “hogar urbano” más allá de las visitas turísticas de dos o tres días. 

Pero dejando el casco urbano, me centro en la idea que motivaba este artículo, y que a ella me adentro señalando la necesidad de poner límites al crecimiento del casco urbano, con la finalidad de cambiar el crecimiento y la edificación vertical por la horizontal. Es decir, es posible considerar que la ciudad precisa cinturón verde que la contenga y que sea lo más ancho posible (la contaminación, las boinas de invierno y verano, incluso el excesivo recalentamiento que genera el cemento, precisa de un entorno verde qué tienda moderarlo). No hablo de zonas verdes interiores que sirven como zonas de sosiego y expansión de las personas, si no a un verdadero cinturón que afecte al microclima de la ciudad - y que por lo oneroso del mismo, a la hora de constituirlo, bien debiera de abordarse bajó la idea de la iniciativa particular.
Para ello bastaría en primer lugar con señalar un límite aceptable a la edificación vertical y, a continuación, señalar las zonas de crecimiento horizontal (con casa unifamiliar, con terreno adosado - más allá de un pequeño jardín). Y ello haría posible que, la creación del cinturón verde, quedara en manos particulares; por lo que su gestión y conservación no requeriría especial esfuerzo público. 

La vivienda unifamiliar es un concepto de hábitat que tiende a sacarse fuera de los límites de la ciudad - es más, tiende a alejarse lo más posible del casco urbano -, con el aparente fin de reservar espacio al modelo de crecimiento arquitectónico que ya existe, o lo que es decir lo mismo: persistir con el modelo de colmena soviético para obreros, pero mejorado (como ya lo señalamos anteriormente) y es, precisamente, de lo que se trata es de cambiarlo por el modelo casa/jardín. Esta idea ya se intentó en nuestra ciudad desde perspectivas diferentes (la “Ciudad Jardín” es un buen intento urbano, algo comprimido, que contrasta con las edificaciones asumidas por Falange en los barrios de Las Fuentes, Alférez Rojas o más allá del Arrabal - nada tiene que ver una vivienda de 50 metros cuadrados de media con otra de 60 o 70 metros cuadrados más jardín, que subsistieron en épocas similares; y mucho contrastan estos modelos con las urbanizaciones de chalet cercanas al “ojo del canal” - donde el espacio de las edificaciones sobresalen por sus envidiables dimensiones. Los barrios rurales de la ciudad fueron el objetivo de viviendas unifamiliares durante los años 80,  pues se consideraron, probablemente, lugares que no afectarían al desarrollo urbano del casco urbano y su eterno proyecto de expansión). Pero lo que propongo es precisamente ponerle coto, lo más rápidamente posible, a esa fórmula de crecimiento vertical, pues bien se ha hecho excepciones a las fórmulas de crecimiento vertical en el propio casco urbano (como se puede apreciar en zonas como el paseo Rosales o como existieron el Paseo Sagasta y que se remontan a decenas de años - pero que la inercia del modelo vigente tiende a expulsar, probablemente, por cuestiones especulativas que tienen a orillar la estética y el concepto de confort que siempre existió en la idea de una vivienda con jardín).
Esta limitación urbana permitiría concentrarse en la renovación del casco urbano y su orientación y diseño que buscara una mayor armonización arquitectónica con las señas de identidad tradicionales de la ciudad -  y que tienden a perderse, aparentemente, por proyectos amparados en modas; y las modas pasan de moda, pero dejan huella en la fisonomía de la ciudad y nos hacen perder identidad propia.
Por otro lado el cinturón verde generado por casas unifamiliares permitiría proporcionar cierto alivio en la atmósfera humana con la captación de contaminantes y la mejora del microclima.
Nada quería decir más sobre el coche - elemento simbólico de la ciudad. Siempre pensé que su uso debía ser limitado - al menos de lunes a viernes - a servicios de necesidad (Servicios Públicos, emergencia, comercio..) pero parece batalla perdida frente a ese argumento que ensalza libertades personales de movimiento - aunque sea a costa de contaminantes y ruido; Poco se repara en que los anuncios de coches nunca, creo que nunca, muestra un modelo, que quieran vender, en medio de un atasco urbano; siempre lo hacen en carreteras llenas de bellos paisajes naturales, invitando a viajar y explorar el territorio, trasmitiendo esa idea de libertad (bien debiéramos tomar nota de esos anuncios cuando compramos un coche, pues ése debiera de ser su uso y no el de hacer nos pasar ratos de nervios, y mala sombra, en trayectos urbanos que podrían cubrirse con transportes públicos). Y soy plenamente consciente de que está nota, ahora, puede apreciarse como una dudosa aportación práctica a los momentos en que la GM cuestiona su futuro, en medio de una aparente conexión con la política del archimillonario presidente norteamericano, pero confío, porque así he tenido oportunidad, al seguir las presentaciones de ideas de futuro de las grandes marcas de automovilísticas – en conferencias específicas en nuestra ciudad - que la tecnología acabe por humanizar este invento que genera cerca de 4000 muertos al año; si no excluimos, como ahora se hace, los fallecimientos y muertes producidas en cascos urbanos en nuestro país; y las decenas de miles de secuelas físicas que dejan - sin enumerar las tragedias familiares que generan de por vida; pero como dicen sus incondicionales partidarios, es el precio del progreso y del empleo, y lo pagamos todos sin objeciones, como siempre, pues hemos construido una red de intereses económicos, laborales y tecnológicos, en torno a un concepto de transporte en el que estamos atrapados; y cuya única esperanza, no es otra, que evolucione con la suficiente velocidad para que cesen sus devastadores efectos colaterales - y este es el sentido de la observación realizada. Y este coste es importante y se puede cuantificar en una relación Negocio/Costes colaterales (pues ahí están las aseguradoras y con sus datos) pudiéndose crear un balance, riguroso, entre lo que aporta y que lo que nos reclama el automóvil – pues de alguna manera es necesario de que seamos plenamente conscientes de que toda economía suele tener un aspecto que suele pasar por invisible, para desde ahí adaptarnos a la realidad de la condición humana. 

Mención especial, e incluso capítulo aparte, merecería el tratamiento urbanístico del río Ebro a su paso por la ciudad. Más allá del esfuerzo realizado por la propia UE para que nuestros ríos tengan, al menos, un mínimo espacio propio dentro de la configuración urbana de las ciudades. Pues merecen nuestros ríos, cuando pasan por los entornos de concentración de ciudadanos, un reconocimiento urbanístico que esté a la altura de la importancia esencial que representan para nuestras vidas (para nuestras industrias de todo tipo, nuestras economías, nuestra salud y nuestro bienestar); algo de lo que estamos lejos de reconocer cuando no le otorgamos un espacio vital que lo resalte en ese reconocimiento que se merece (Y eso también es filosofía urbanistica). 


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