Miguel Ángel Ibáñez Gómez - maiges_ps@hotmail.com

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miércoles, 14 de octubre de 2015

Catalunya y el Estado


La inmensa mayoría de las personas que conformamos un Estado podemos considerarnos "gente común" en el sentido de que al afrontar situaciones adversas deseamos que las circunstancias que aparecen como complejas e insalvables en un primer momento tiendan a ceder en favor de soluciones consensuadas o pactadas que hagan posibles soluciones razonables que permitan conservar la idea que tenemos de "buena fe" que suponemos a todas las personas que componen la sociedad y que ejercen su actividad en ámbitos de responsabilidad. Por ello creamos Instituciones que hacen posible un estado de bienestar general para todos los ciudadanos. Instituciones que han sido posibles gracias al trabajo de generaciones pasadas que han observado la necesidad de las mismas y en las que participan personas cuya vocación es preservar la sociedad de los problemas más adversos haciéndolos visibles y trabajando para su solución. Estas instituciones se encuentran en todas las sociedades occidentales y su papel es fundamental para preservar la convivencia. Son agrupaciones de personas cuya misión es un trabajo especializado en algún aspecto de la sociedad y por ello son los que proponen acciones y soluciones para evitar que los problemas y circunstancias adversas, que son inherentes a cualquier sociedad, puedan acabar por hacerse  de difícil solución y pongan en peligro la convivencia de toda la sociedad.
Las Instituciones trabajan en aspectos sociales: la pobreza, la infancia, la mujer, la violencia, el derecho, el trabajo, el consumo, la economía, la Administración.... en general todos los aspectos y rasgos que influyen en nuestras sociedades.
Las Instituciones nacen para la prevención y resolución de los conflictos sociales, pero no hay que olvidar que sus nacimientos se basan en la buena fe para la resolución de los conflictos. Y la buena fe es la que hace posible la solución. Cuando falla la buena fe entramos de pleno en el terreno del conflicto y entran en funcionamiento otros mecanismos sociales de canalización de los problemas a los que no son ajenos el ejercicio de la violencia legítima.
Es un objetivo de la sociedad la resolución pacífica de todos los problemas que se nos presentan, pero ello, aún siendo así, no excluye en modo alguno el ejercicio coercitivo legítimo. Si una de las partes no atiende a las soluciones propuestas y no aporta ninguna nueva que permita mantener la estabilidad empezamos a dejar espacio a los argumentos de fuerza. Y la fuerza, aunque sea expresión de la derrota de los medios pacíficos de resolución de problemas, no por ello deja de ser legítima si con ello se evitan problemas mucho más graves y profundos. De ahí que antes del ejercicio de la fuerza se tienda a mostrar a aquellos que conscientemente desean romper las reglas sociales la gravedad que se generará de persistir en esa actitud.
Esta es una postura no sólo propia de un Estado legítimo sino de cualquier persona común que ejerce responsabilidades sobre terceros; por ello no es una actitud ajena al comportamiento social, aunque la reserva legítima de la violencia sólo pueda expresarse desde la esfera del Estado.
Tal vez pueda extrañar esta legitimación de la violencia respecto de persistir la actitud del Gobierno catalán, pero a esta legitimación no es ajeno el propio Gobierno de la Generalitat pues él mismo, como Estado que es dentro de la expresión de un Estado que le da esa legitimidad, es consciente de que la acción de Gobierno implica, en situaciones extremas, el uso del ejercicio de la violencia legítima; y no es ajeno a este concepto la propia Generalitat porque ella misma la ha venido ejerciendo cuando los mecanismos de resolución pacífica de conflictos ha fracasado, e incluso hemos podido visualizar excesos en el ejercicio de la misma que han acabado por entrar en la esfera del reproche social e incluso han sido motivo de la acción judicial de las propias instituciones catalanas que están encargadas de su corrección.
De la misma manera que una persona común es capaz de prever que, de realizar ciertas actividades prohibidas por la sociedad en la que vive, puede acabar sufriendo en sí misma la acción de los instrumentos correctivos que están legitimados para el uso de la violencia; análogamente sabe la Generalitat de Catalunya que de persistir en violentar las normas que hacen posible su legitimidad se acabarán por encontrar con la acción coercitiva del Estado que en su día le legitimó como representante del Estado. Y aunque ello lo intente ocultar a su propia población no por ello deja de ser una certeza.
Si como "personas comunes" pensamos que el Estado al que pertenecemos ignora esta circunstancias aquí expuestas (u otras mucho más complejas) y que problemas tan graves como el catalán los va a afrontar de manera improvisada o sobrevenida nos deberíamos considerar verdaderamente ingenuos.  Nuestro Estado tiene a su disposición Instituciones y herramientas formadas por personas que desean tanto como nosotros la resolución pacífica de cualquier conflicto, pero por ello mismo y por su profesionalidad no ignoran que sobrepasados ciertos límites empieza a no haber retorno a soluciones consensuadas y ha de imponerse el criterio del interés general. Y cuando hablamos de imponer hablamos de formas de coacción que puede llegar a ser extrema.
No existe una legitimidad catalana fuera de la legitimidad que le ha dado su razón de ser; al menos en nuestro ordenamiento jurídico, que por otra parte es el mayoritario en los Estados que nos circundan y que comparten con nosotros el devenir histórico occidental.

  

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