La inmensa
mayoría de las personas que conformamos un Estado podemos considerarnos "gente
común" en el sentido de que al afrontar situaciones adversas deseamos que
las circunstancias que aparecen como complejas e insalvables en un primer
momento tiendan a ceder en favor de soluciones consensuadas o pactadas que
hagan posibles soluciones razonables que permitan conservar la idea que tenemos
de "buena fe" que suponemos a todas las personas que componen la
sociedad y que ejercen su actividad en ámbitos de responsabilidad. Por ello
creamos Instituciones que hacen posible un estado de bienestar general para
todos los ciudadanos. Instituciones que han sido posibles gracias al trabajo de
generaciones pasadas que han observado la necesidad de las mismas y en las que
participan personas cuya vocación es preservar la sociedad de los problemas más
adversos haciéndolos visibles y trabajando para su solución. Estas
instituciones se encuentran en todas las sociedades occidentales y su papel es
fundamental para preservar la convivencia. Son agrupaciones de personas cuya
misión es un trabajo especializado en algún aspecto de la sociedad y por ello
son los que proponen acciones y soluciones para evitar que los problemas y
circunstancias adversas, que son inherentes a cualquier sociedad, puedan acabar
por hacerse de difícil solución y pongan
en peligro la convivencia de toda la sociedad.
Las
Instituciones trabajan en aspectos sociales: la pobreza, la infancia, la mujer,
la violencia, el derecho, el trabajo, el consumo, la economía, la
Administración.... en general todos los aspectos y rasgos que influyen en
nuestras sociedades.
Las
Instituciones nacen para la prevención y resolución de los conflictos sociales,
pero no hay que olvidar que sus nacimientos se basan en la buena fe para la
resolución de los conflictos. Y la buena fe es la que hace posible la solución.
Cuando falla la buena fe entramos de pleno en el terreno del conflicto y entran
en funcionamiento otros mecanismos sociales de canalización de los problemas a
los que no son ajenos el ejercicio de la violencia legítima.
Es un objetivo
de la sociedad la resolución pacífica de todos los problemas que se nos
presentan, pero ello, aún siendo así, no excluye en modo alguno el ejercicio coercitivo
legítimo. Si una de las partes no atiende a las soluciones propuestas y no
aporta ninguna nueva que permita mantener la estabilidad empezamos a dejar
espacio a los argumentos de fuerza. Y la fuerza, aunque sea expresión de la
derrota de los medios pacíficos de resolución de problemas, no por ello deja de
ser legítima si con ello se evitan problemas mucho más graves y profundos. De
ahí que antes del ejercicio de la fuerza se tienda a mostrar a aquellos que
conscientemente desean romper las reglas sociales la gravedad que se generará
de persistir en esa actitud.
Esta es una
postura no sólo propia de un Estado legítimo sino de cualquier persona común
que ejerce responsabilidades sobre terceros; por ello no es una actitud ajena
al comportamiento social, aunque la reserva legítima de la violencia sólo pueda
expresarse desde la esfera del Estado.
Tal vez pueda
extrañar esta legitimación de la violencia respecto de persistir la actitud del
Gobierno catalán, pero a esta legitimación no es ajeno el propio Gobierno de la
Generalitat pues él mismo, como Estado que es dentro de la expresión de un
Estado que le da esa legitimidad, es consciente de que la acción de Gobierno
implica, en situaciones extremas, el uso del ejercicio de la violencia
legítima; y no es ajeno a este concepto la propia Generalitat porque ella misma
la ha venido ejerciendo cuando los mecanismos de resolución pacífica de
conflictos ha fracasado, e incluso hemos podido visualizar excesos en el
ejercicio de la misma que han acabado por entrar en la esfera del reproche
social e incluso han sido motivo de la acción judicial de las propias
instituciones catalanas que están encargadas de su corrección.
De la misma
manera que una persona común es capaz de prever que, de realizar ciertas
actividades prohibidas por la sociedad en la que vive, puede acabar sufriendo
en sí misma la acción de los instrumentos correctivos que están legitimados
para el uso de la violencia; análogamente sabe la Generalitat de Catalunya que
de persistir en violentar las normas que hacen posible su legitimidad se
acabarán por encontrar con la acción coercitiva del Estado que en su día le
legitimó como representante del Estado. Y aunque ello lo intente ocultar a su
propia población no por ello deja de ser una certeza.
Si como "personas
comunes" pensamos que el Estado al que pertenecemos ignora esta circunstancias
aquí expuestas (u otras mucho más complejas) y que problemas tan graves como el
catalán los va a afrontar de manera improvisada o sobrevenida nos deberíamos
considerar verdaderamente ingenuos. Nuestro
Estado tiene a su disposición Instituciones y herramientas formadas por
personas que desean tanto como nosotros la resolución pacífica de cualquier
conflicto, pero por ello mismo y por su profesionalidad no ignoran que
sobrepasados ciertos límites empieza a no haber retorno a soluciones consensuadas
y ha de imponerse el criterio del interés general. Y cuando hablamos de imponer
hablamos de formas de coacción que puede llegar a ser extrema.
No existe una
legitimidad catalana fuera de la legitimidad que le ha dado su razón de ser; al
menos en nuestro ordenamiento jurídico, que por otra parte es el mayoritario en
los Estados que nos circundan y que comparten con nosotros el devenir histórico
occidental.
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