La crisis ha
hecho posible que los ciudadanos, organizados en colectivos que alcanzan las
responsabilidades de gobiernos, revisen todo aquello que habían aceptado como
parte de una sociedad que prometía que siguiendo ciertas reglas (esfuerzo,
sacrificio en los estudios y actitud positiva) se alcanzaría una posición de independencia personal
que permitiría acceder a una vida propia, plena, segura y positivamente previsible. Y ahora todo se revisa no siempre con fortuna, en un intento de encontrar los errores de una sociedad que ha hecho posible esta crisis de valores pidiendo, implícitamente, respuestas.
No hay que
olvidar que todo esto se ha generado desde la libertad del pensamiento cuya
misión es hacer posible una visión crítica de la sociedad que la movilice, como motor de cambio. Pero tampoco hay que olvidar que todo cambio debe
comportar cierta reconciliación con las generaciones que nos preceden (es
decir, otorgarles cierta presunción de veracidad y honestidad en todo lo que
realizaron) para que el cambio suponga un verdadero paso hacia adelante.
Parece
recurrente, en este proceso de asimilación de la crisis, marcar claras
diferencias con la generación del 78, y sin embargo si esas diferencias se
construyen desde la crítica indignada estamos entrando en el terreno de la
ruptura y toda ruptura precisa de un proceso de reconstrucción que nos traería
nuevas contradicciones que volveremos a sufrir como sociedad. Por ello es
preciso que la crítica pase de indignada a racional para que nos permita una
continuidad social que permita el cambio de perspectiva sin necesidad de
destruir todo lo que de bueno hemos construido en estos últimos cuarenta años.
Todo no está
mal. Ya lo advertía Ortega y Gaset en “La rebelión de las masas”. Intentar
cuestionar todo para establecer diferencias insalvables es propio de niños
mimados y por lo tanto irresponsables. Ello no aporta soluciones, sólo diferencias que
terminarían por llevarnos a posiciones irreconciliables y a una nueva transición
pero esta vez llena de Robespieres.
Es probable que
el descubrimiento de América llevara a ese continente nuevas enfermedades
propias de Europa (y no sólo de carácter sanitario sino también la ambición
propia de las sociedades que compiten). Pero ignorar que América no era un
paraíso antes de la llegada de los europeos es vivir en la inopia. Ya los
Incas se daban de manporrazos con aquellos que no se les sometía. Y recordar
las abominables ceremonias sangrientas que celebraban con los cuerpos de sus
semejantes no parece una actividad que dejara indiferentes a las sensibilidades esgrimidas por los actuales antitaurinos.
Pretender que
los hombres malos sólo lo son los europeos o exclusivamente los españoles por descubrir América y proceder, por ello, a transmitir su cultura, es
creer fabulas infantiles.
El ser humano
es lo que es. Y lo es por su condición biológicamente animal en un entorno de recursos limitados. Y no por ello es más abominación que las salvajes leyes que rigen
las selvas o las estepas africanas donde los carnívoros se alimentan de todo lo
que cae entre sus garras (desde "bebes" gacelas, hasta "madres" de chimpancés e
incluso se devoran o matan a los de sus mismas especies) o donde los herbívoros son capaces de combatir hasta la muerte por un harén de hembras. Y en esta afirmación apelo a las certezas que observamos en la existencia de sentimientos comunes entre animales y humanos; sentimientos que bien conocen las personas que tienen a su cargo animales domésticos que tuvieron como antecesores seres salvajes - igualmente que nosotros los humanos. Podríamos afirmar, por ello, que sólo en entornos seguros los seres vivos semejantes a nosotros son capaces de olvidar los fuertes impulsos de su condición biológica.
Podemos decir
con rigor que el género humano ha sometido a esclavitud a los negros africanos, pero también en ello seríamos parciales, la esclavitud se ha dado en todas formas y sociedades.La escenas televisivas nos muestran la fácil capacidad que la humanidad tiene en olvidar que la racionalidad de su inteligencia le permite resolver situaciones complejas sin violencia y alejarse de la sumisión a sus instintos más primarios. E incluso la esclavitud llega a
nuestros días en la trata de blancas o de niños para satisfacer impulsos biológicos sacrificando vidas humanas o incluso el sacrificio de personas vivas y sanas para tráfico de órganos de
pudientes de todas las razas y condición, siempre que tengan el dinero suficiente para pagar estos "servicios".
Y qué decir de
las guerras que somos capaces de organizar en las que todas las razas y poblaciones humanas
han participado; y algunas lo han hecho en el último momento para granjearse parte de los beneficios que los vencedores iban a repartirse.
A todos nos dan
ganas de refugiarnos clamando por un lugar seguro ante un mundo tan adverso. Pero acabamos por "ver" (que no es otra cosa que aceptar que las leyes de la vida con sus contradicciones - y estas no sólo son las que se formulan en entornos presididos por la racionalidad, sino también aceptamos que hay cierta irracionalidad en esta forma de vida que tenemos en donde los sentimientos más sinceros que dan sentido a la vida conviven con los más absurdos impulsos o con la enfermedad y la muerte) y
aunque busquemos seguridad todos sabemos que debemos
sobrevivir en un mundo cuyas reglas pueden que no nos gusten y tal vez algunas
las podamos cambiar precisamente al agruparnos en sociedades que nos hacen fuertes - y en ello debemos reconocer el mérito que como humanos hemos adquirido al dotarnos de sociedades seguras que nos permiten la ensoñación de mundos mejores y sociedades perfectas - , pero la mayoría de ellas, de esas leyes biológicas, y de las pulsaciones del ánimo más salvaje debemos
aceptarlas como posibles porque algún día nos pueden alcanzar aunque vivamos en sociedades organizadas y altamente seguras.
Por mucho que se critique el Doce de Octubre desde las nuevas esferas generacionales o desde Catalunya, el mundo de las sociedades humanas seguirá careciendo de la racionalidad plena en la que todos estemos conformes. Es condición humana.
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