Este cuento viene a dar idea del
modo de enfrentar los desacuerdos entre hombre y mujeres; incluso en
matrimonios.
Se decía que,
en un matrimonio de pueblo, el marido llevaba años pidiéndole a su mujer que le
pusiere de cena dos huevos, pero la mujer consideraba que un huevo era más que suficiente
para cada uno. Así que cada tarde que se iba a trabajar el marido, se despedía
de la mujer diciéndole: Esta noche, para cenar quiero dos huevos – pero la
mujer hacía oídos sordos y cuando regresaba a cenar su marido tenía sobre la
mesa sólo un huevo.
Así que un día
el marido, al volver a casa, y viendo sobre la mesa un único huevo, decidió
enfrentarse a la mujer de una vez por todas y le dijo muy seriamente: Si no me
pones dos huevos, me muero. Y la mujer le contestó: Pues si te mueres que te
entierren, ya estás tardando.
Dicho y hecho,
el marido se metió en la cama y le dijo a la mujer: Ya estoy muerto. Y la mujer
le contestó: pues que te entierren. Y el marido apostilló: pues no se hable
más.
Así que la
mujer empezó a llorar y a dar gritos y alaridos lastimeros que se oyeron en
todo el pueblo, y la gente, alarmada, corrió a su casa para ver qué desgracia
estaba o había pasado. Y la encontraron junto a su marido lamentándose y con el
rostro en un mar de lágrimas; y dirigiéndose a las vecinas que habían acudido
con rapidez a su casa les explicó: Ha sido de repente, ni siquiera le ha dado
tiempo a comerse su cena – decía mientras señalaba hacia el comedor, donde se
encontraba el plato con un único huevo – se ha encontrado mal, se ha acostado y
se ha muerto al instante. ¡¡¡Qué desgracia Señor!!!
Todos trataron
de consolarla, y ante tal convincente escena, nadie reparó en comprobar la vida
o no del marido.
Lo amortajaron
y lo velaron el resto de la noche. Y a la mañana siguiente apareció el cura y
realizó las correspondientes liturgias funerarias e introdujeron al marido en
un ataúd de los que tenía almacenados el carpintero del pueblo para casos
imprevisibles; comenzando seguidamente la procesión hasta el cementerio.
Por el camino
la mujer, de repente, aumentó en su clamor y sus quejas, pidiendo que quería
ver al muerto por última vez. La procesión se detuvo y abrieron la caja para
que la mujer viera el cuerpo del marido. Esta acercabábase al rostro del
marido, besándolo casi con desesperación, mientras le decía, en un momento
dado, al oído: Marido, cuantos te comes, dos o uno. Y el marido le susurraba:
Dos. Y la mujer le contestaba: Uno. Y el marido le replicaba: Pues que siga el
entierro. Y la mujer confirmaba: Pues que te entierren.
Y cerraron la
caja y la procesión siguió. Pero unos metros más tarde la mujer volvió a elevar
el tono de sus quejidos y alaridos y pidió nuevamente que le abrieran la caja
para ver por última vez a su marido. Nuevamente se repitió la escena. Pararon
la marcha, destaparon la caja, y la mujer se acercó al rostro de su marido y
comenzó a besarlo con desesperación, mientras entre beso, gemido y beso, le decía:
Mira marido estamos a medio camino del cementerio, ¿Cuántos te comes? Y el
replicaba: Dos. Y la mujer le decía: Uno. Y el marido volvía a susurrar: Pues
que me entierren. Y volvieron a tapar la caja y a proseguir el camino al
cementerio.
Y así se
repitió la misma escena cuando llegaron a la puerta del cementerio. Y el
resultado de la conversación era el mismo. Y nuevamente cuando encaminaron la
calle que conducía a la tumba. Y otra vez cuando la caja estaba al borde de la
tumba. Pero en esta ocasión la mujer cedió y le dijo al marido: Vale, está
bien. Te comes dos. Y el marido se levantó de un salto de la caja y comenzó a
gritar mientras se encaminaba a su casa lleno de alegría: Me como dos, dos me
como.
La gente salió
despavorida huyendo del lugar.
Véase que las
relaciones son tensas entre hombres y mujeres, hasta el punto del límite que
siempre sería conveniente no traspasar.
Hubo también el
caso de un escritor de historias que contaba sucesos, cuentos y curiosidades. Y
vino a correrse la voz de ello. Comía, en alguna ocasión, en un restaurante
cercano a su casa. Y quiso la dueña, que al principio se sintiera
condescendiente con el escritor. Pero un día le dijeron que a personas
principales había nombrado en sus escritos y que tal vez no hubieran quedado en
buen lugar. Así que la mujer, que pudiera tener amistad, o favor recibido de alguno de
ellos, decidió, tal vez, tomarse la justicia por su mano y decidiera tal vez aligerar el plato de ternasco
para que hubiera caguerilla en posteriores horas.
Y así pensó el escritor cuando se vio en el trance de encontrar explicación: Ello pudiera ser o no ser accidental, por lo que volvería otro día de improviso a comer en el mismo lugar y comprobar si ocurriera lo
mismo. Así lo haría y si lo mismo ocurriera. Así que no teniendo duda ya. Decididiría conminar
a la dueña a envenenarlo si lo deseaba, pero que no pensara que se sintiera
intimidado por sus acciones. Él iría a ese establecimiento cuando deseara por
una sencilla razón: Era un establecimiento público y como tal se tenía que atener
a unas normas, y él mismo se encargaría de que las cumpliera. Y sino él se iría
al cementerio, pero ella a la cárcel.
La dueña se
podría sentir desairada y consultara con las ilustres personas que hacía unos días había
nombrado el escritor en sus escritos. Y les podría decir: Si queréis le enveneno y se
acabó. Con chulerías a mí. ¿Quién se habrá creído que es este desgraciado?
Pero los
ilustres personajes decidirían no llegar tan lejos, no fuera que todo aquello
acabara en un juzgado, y quien sabe si en la prensa.
Así de bravas son
las señoras de mi tierra.
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