Miguel Ángel Ibáñez Gómez - maiges_ps@hotmail.com

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lunes, 11 de julio de 2016

Yo dos, y tú que uno.



Este cuento viene a dar idea del modo de enfrentar los desacuerdos entre hombre y mujeres; incluso en matrimonios.
Se decía que, en un matrimonio de pueblo, el marido llevaba años pidiéndole a su mujer que le pusiere de cena dos huevos, pero la mujer consideraba que un huevo era más que suficiente para cada uno. Así que cada tarde que se iba a trabajar el marido, se despedía de la mujer diciéndole: Esta noche, para cenar quiero dos huevos – pero la mujer hacía oídos sordos y cuando regresaba a cenar su marido tenía sobre la mesa sólo un huevo.
Así que un día el marido, al volver a casa, y viendo sobre la mesa un único huevo, decidió enfrentarse a la mujer de una vez por todas y le dijo muy seriamente: Si no me pones dos huevos, me muero. Y la mujer le contestó: Pues si te mueres que te entierren, ya estás tardando.
Dicho y hecho, el marido se metió en la cama y le dijo a la mujer: Ya estoy muerto. Y la mujer le contestó: pues que te entierren. Y el marido apostilló: pues no se hable más.
Así que la mujer empezó a llorar y a dar gritos y alaridos lastimeros que se oyeron en todo el pueblo, y la gente, alarmada, corrió a su casa para ver qué desgracia estaba o había pasado. Y la encontraron junto a su marido lamentándose y con el rostro en un mar de lágrimas; y dirigiéndose a las vecinas que habían acudido con rapidez a su casa les explicó: Ha sido de repente, ni siquiera le ha dado tiempo a comerse su cena – decía mientras señalaba hacia el comedor, donde se encontraba el plato con un único huevo – se ha encontrado mal, se ha acostado y se ha muerto al instante. ¡¡¡Qué desgracia Señor!!!
Todos trataron de consolarla, y ante tal convincente escena, nadie reparó en comprobar la vida o no del marido.
Lo amortajaron y lo velaron el resto de la noche. Y a la mañana siguiente apareció el cura y realizó las correspondientes liturgias funerarias e introdujeron al marido en un ataúd de los que tenía almacenados el carpintero del pueblo para casos imprevisibles; comenzando seguidamente la procesión hasta el cementerio.
Por el camino la mujer, de repente, aumentó en su clamor y sus quejas, pidiendo que quería ver al muerto por última vez. La procesión se detuvo y abrieron la caja para que la mujer viera el cuerpo del marido. Esta acercabábase al rostro del marido, besándolo casi con desesperación, mientras le decía, en un momento dado, al oído: Marido, cuantos te comes, dos o uno. Y el marido le susurraba: Dos. Y la mujer le contestaba: Uno. Y el marido le replicaba: Pues que siga el entierro. Y la mujer confirmaba: Pues que te entierren.
Y cerraron la caja y la procesión siguió. Pero unos metros más tarde la mujer volvió a elevar el tono de sus quejidos y alaridos y pidió nuevamente que le abrieran la caja para ver por última vez a su marido. Nuevamente se repitió la escena. Pararon la marcha, destaparon la caja, y la mujer se acercó al rostro de su marido y comenzó a besarlo con desesperación, mientras entre beso, gemido y beso, le decía: Mira marido estamos a medio camino del cementerio, ¿Cuántos te comes? Y el replicaba: Dos. Y la mujer le decía: Uno. Y el marido volvía a susurrar: Pues que me entierren. Y volvieron a tapar la caja y a proseguir el camino al cementerio.
Y así se repitió la misma escena cuando llegaron a la puerta del cementerio. Y el resultado de la conversación era el mismo. Y nuevamente cuando encaminaron la calle que conducía a la tumba. Y otra vez cuando la caja estaba al borde de la tumba. Pero en esta ocasión la mujer cedió y le dijo al marido: Vale, está bien. Te comes dos. Y el marido se levantó de un salto de la caja y comenzó a gritar mientras se encaminaba a su casa lleno de alegría: Me como dos, dos me como.
La gente salió despavorida huyendo del lugar.

Véase que las relaciones son tensas entre hombres y mujeres, hasta el punto del límite que siempre sería conveniente no traspasar.
Hubo también el caso de un escritor de historias que contaba sucesos, cuentos y curiosidades. Y vino a correrse la voz de ello. Comía, en alguna ocasión, en un restaurante cercano a su casa. Y quiso la dueña, que al principio se sintiera condescendiente con el escritor. Pero un día le dijeron que a personas principales había nombrado en sus escritos y que tal vez no hubieran quedado en buen lugar. Así que la mujer, que pudiera tener amistad, o favor recibido de alguno de ellos, decidió, tal vez, tomarse la justicia por su mano y decidiera tal vez aligerar el plato de ternasco para que hubiera caguerilla en posteriores horas.
Y así pensó el escritor cuando se vio en el trance de encontrar explicación: Ello pudiera ser o no ser accidental, por lo que volvería otro día de improviso a comer en el mismo lugar y comprobar si ocurriera lo mismo. Así lo haría y si lo mismo ocurriera. Así que no teniendo duda ya. Decididiría conminar a la dueña a envenenarlo si lo deseaba, pero que no pensara que se sintiera intimidado por sus acciones. Él iría a ese establecimiento cuando deseara por una sencilla razón: Era un establecimiento público y como tal se tenía que atener a unas normas, y él mismo se encargaría de que las cumpliera. Y sino él se iría al cementerio, pero ella a la cárcel.
La dueña se podría sentir desairada y consultara con las ilustres personas que hacía unos días había nombrado el escritor en sus escritos. Y les podría decir: Si queréis le enveneno y se acabó. Con chulerías a mí. ¿Quién se habrá creído que es este desgraciado?
Pero los ilustres personajes decidirían no llegar tan lejos, no fuera que todo aquello acabara en un juzgado, y quien sabe si en la prensa.

Así de bravas son las señoras de mi tierra.

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