Miguel Ángel Ibáñez Gómez - maiges_ps@hotmail.com

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martes, 13 de marzo de 2012

El Kiosco

Ya en alguna ocasión, cuando iban en grupo y el coche se detenía ante un semáforo, habrían las puertas y bailaban en las aceras hasta que cambiaba el disco de color. El resto de conductores y ocupantes de los vehículos se quedaban estupefactos.
- ¿Qué era aquello? – se preguntaban atónitos.
- ¿Pero qué es lo que bailan? – se decían sin acabar de creerse lo que veían.
- ¡Parece tango! – se contestaban incrédulos - ¡Seguro que son argentinos! – se decían así mismos como para conciliar aquella sin razón.

No eran argentinos. Eran estudiantes de tango. De los coches salía una música que parecía tango. En realidad era Piazzolla. Ese autor se adaptaba perfectamente a la manera en que habían aprendido a bailar  interpretando la melodía.

El semáforo se puso verde y un conductor impaciente hizo sonar su claxon.

- ¡Dejaros ya de bailecitos! – se decía para sí mismo mientras volvía a hacer sonar su pito. En realidad no tenía prisa, ninguna prisa, pero aquella demostración de espontaneidad trastocaba lo que para él era una normalidad.

Los improvisados bailarines montaron de nuevo en el vehículo y se dirigieron hacia el parque. Allí esperaban el resto de los compañeros para hacer una exhibición pública.

Había un pequeño kiosco de música en medio de la plaza y apenas se encontraban una docena de personas en las inmediaciones. En realidad deberían de ser muchos más pero sólo estaban ellos. No sabían muy bien que hacer. Era la primera vez que iban a bailar en público y esperaban a quien se le había ocurrido esta idea y que aparecía con el grupo de bailarines “de aceras” por entre los árboles cercanos.

- ¡Hola! ¿Solo estamos nosotros? – preguntó evaluando el coraje de aquellos y la timidez de los ausentes.

- ¡Esto es lo que hay! – respondió uno del grupo como insinuando que tal vez fuera buena la decisión de suspender el acto.
- ¡Pues adelante! – dijo resuelto.

Montaron el equipo en rápidamente e hicieron sonar la música. Los paseantes empezaron a acercarse y tomaron asiento en el poyo que rodeaba la plaza.

En un momento determinado, él, que había tenido aquella idea, debía demostrar que era buena. Miró a su pareja de baile, que como las otras mujeres había venido vestida de tanguera. Ella le devolvió la mirada pensando que su destino tanguero estaba unido, para bien o para mal, a aquel hombre y decidió no pensar y dejarse llevar por las circunstancias. Subieron al kiosco y se pusieron a bailar solos sobre él.

Mientras lo hacían los demás compañeros miraban y al término del primer tema el improvisado público  les aplaudió. Eso fue como el escopetazo de salida. Todos los bailarines presentes subieron al kiosco inmediatamente.

- Aquello funcionaba – pensaron. Y se apresuraron a sumarse al acto.

Entonces tomó a su pareja y se bajaron a la explanada que rodeaba el kiosco y se pusieron a bailar. El kiosco era un lugar en el que aquellos bailarines noveles se sentían protegidos, pero el público apenas podía vislumbrar los movimientos. La idea de bajar a la explanada acercaba el tango a los espectadores. Él esperaba que sus compañeros se animaran. Y así fue. No sólo no se animaron sino que otros bailarines que se habían quedado en las inmediaciones pensando que aquello tal vez no funcionaría se sumaron a los que llegaban tarde al acto y entre todos se juntaron unas quince parejas que bailaron durante dos horas disfrutando y haciendo disfrutar al público.

Al terminar estaban todos sudaditos y felices. Aquella tarde de primavera había servido para darse a conocer como grupo. Recogieron el equipo de música y se formaron grupos entorno al kiosco donde se comentaba el acto. Algunas personas del público se acercaron a felicitar a los participantes y otros a preguntar dónde se aprendía aquél baile. Todos estaban satisfechos.

Al final de la noche él acompañó a su pareja de baile en el coche a su casa. Habían pasado un día muy agradable. Bailar a la luz del día, en la calle, fue una experiencia gratificante. Todo había sido un éxito. Además quedaban tres fines de semana más en aquella programación para repetir la experiencia. Ella le miraba incrédula. Lo había vuelto a hacer. Había conseguido hacer funcionar algo que para la mayoría no era más que una extravagancia. Lo veía como un ser casi luminoso, como un héroe. Él, sin embargo, intentaba mantener su mirada sobre la cara de ella. Acababa de descubrir que las piernas de su compañera de baile eran atractivas, sobre todo con aquellas medias de tango y sentía pánico de que ella descubriera su tendencia a desviar los ojos y tuviera que explicarse. Hablaron de los proyectos que él tenía para el grupo. Antes, a ella aquello le parecían sueños románticos. Ahora ella estaba segura de que la voluntad y la fe de aquél hombre era capaz de remover cualquier obstáculo para conseguir lo que quería. En un silencio algo prolongado él aprovechó para encender un cigarrillo. Siempre encendía un cigarrillo, fumaba demasiado. Se le  acercó, le quitó el cigarrillo y él le preguntó sorprendido:

- ¿Desde cuando fumas? – pero pensó que algo inesperado iba a pasar cuando ella bajo la ventanilla del coche y tiró el cigarrillo por la ventana mientras le decía:

- ¿Qué prefieres? ¿El cigarrillo o esto?- y le besó.

Se dejaron llevar durante mucho tiempo, tanto que se iba haciendo de madrugada. Tanto que el día despuntó.





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