Miguel Ángel Ibáñez Gómez - maiges_ps@hotmail.com

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martes, 13 de marzo de 2012

Un día en las Fiestas de la Ciudad

Era un local con una disposición algo irregular. Cuando lo alquiló decidió desprenderse del sótano y cederlo a unos conocidos que también lo dedicaron a la actividad de pub. De aquello siempre se arrepintió: - A la gente les gusta los agujeros -, se decía una y otra vez, con resignación cuando veía lleno ese local y el suyo no. Y en cierta manera tenía razón. Por aquella época los jóvenes treintañeros  precisaban, los fines de semana, sentirse apretujados, aprisionados, empujados, zarandeados,… y verse reducido su espacio vital. Ya se hacían respetar suficiente en el trabajo. Venían a divertirse y pensaban que le habían cogido el truco a la vida.

El local estaba agradablemente decorado, aunque la música no terminaba de acompañar al ambiente que se imponía en la zona hacia las dos de la mañana. Era más que nada un empecinamiento del dueño: - Yo elijo mis clientes con la música que a mí me gusta – repetía ante las protestas de los presentes de más confianza. Ese era el motivo por el que los clientes que querían marcha se trasladaran a otros locales cuando entraba la madrugada y que el bar se quedara con parejas, algunos amigos conocidos y con gente que huía de lo que la mayoría buscaba. Sin embargo el dueño insistía y persistía en su idea, para lo cual se decidió por contratar camareras agresivas y atractivas. ¡Oh, sorpresa!  ¡funcionaba!. ¡Claro, no iba a funcionar! Con las camareras llegaban un numeroso grupo de amigos y un séquito de admiradores dispuestos a beberse la barra mientras esperaban que diera la hora de cierre y poder obtener una cita con la diosa del mostrador. Y tal vez, acabar con ella en una cama, o en el servicio de algún bar después de susurrarle algo al oído que la excitara irremediablemente. Pero todo tiene su tiempo. Los métodos agresivos acaban captándose y perdiendo eficacia. Además las camareras iban echándose novio y retirándose de ese mercado laboral.
Las hubo de todo tipo: inteligentes, intuitivas, listas, supervivientes, y también procedentes de la familia. Esas, hay que reconocerlo, no tuvieron mucho éxito. Una segunda etapa apareció con la contratación de un camarero provocador y desenfadado que animó a la clientela. Cambió la música y el local volvió a abarrotarse. Pero aquello fue un espejismo ocasional. El camarero estaba disponible a temporadas cortas puesto que no era su profesión.

El dueño se planteó otra genialidad: quitar las mesas y poner una mesa de billar. Aquella decisión sorprendió a propios y extraños. La idea sólo funcionaba para los amigos o cuando algún grupo de jóvenes hembras decidían pasar la noche jugando al billar. Entonces, poco a poco, el bar se iba llenando de admiradores de este juego que retaban a las muchachas con el fin de entablar conversación. Se sentían tan observadas que se dirigían miradas y sonrisas cómplices, como comentándose lo afortunado o inoportuno de ciertas observaciones. Aquello les motivaba de tal manera que buscaban las posturas más provocativas en cada golpeo de bola y haciendo brotar nuevos comentarios. Se sentían divinas. En aquellos días todos reconocieron lo afortunado que estuvo con su idea.

Hubo dos inglesas que causaron furor durante varios meses. Nadie en el pub se podía sustraer a su presencia. Las féminas las despellejaban y los hombres no les quitaban ojo de encima. Hasta hubo quien fue tres fines de semana con la misma camisa, porque una de ellas le dijo: - Esta camisa me encanta, estás muy guapo – poniendo cara de mimosa, y luego reconoció que nunca tuvo camisa más horrorosa – aún la conserva como prueba de su propia estupidez -, por lo que se ha de deducir que el gusto inglés es pésimo y que las tías estaban buenísimas y que todos hicieron, un poco, el gilipoyas,

Con frecuencia, en los lavabos, había marcas de pies en la pared. Huellas del fragor de los impulsos sexuales y del calentamiento súbito de ciertas parejas improvisadas, que recuperan la temperatura dejándose llevar por la pasión. Aquellas huellas despertaban simpatía en la señora de la limpieza, pero no en el dueño.

Le preguntaron si tendría libre unos días en las fiestas de la ciudad. Habían pensado que podría desempeñar el papel de “segurata” del pub. Todos los años, para las fiestas tenían problemas con el personal. Algunos estaban demasiado borrachos y terminaban causando peleas. Otros entraban en el local con consumiciones de otros establecimientos. Definitivamente, una persona en la puerta ponía el orden que permitía minimizar el riesgo de conflictos dentro del local.
- Sí, estoy libre – dijo pensando que aquello le resultaría divertido - ¿qué día empiezo?.
- El día 10 a las 22 horas, ¿Vale?
- De acuerdo

Ese trabajo de segurata se desarrollaba por la noche, entre las diez y las siete de la mañana. Su otra afición no se vería afectada. Pensaba que esas fiestas serían entretenidas.

El primer día en su ocasional ocupación fue el viernes. El equipo estaba formado por tres camareros, dos camareras y  él, el segurata. Todos eran personas de confianza del dueño. Guardaron las sillas y  las mesas en un cuarto contiguo. Colocaron los barriles de cerveza en batería, dentro de la barra pero sin molestar el paso de los camareros. Guardaron la vajilla de cristal y sacaron vasos de plástico. Las cintas de música estaban ya preparadas. Los éxitos de ese año, y temas pegadizos de moda,  permitirían  llenar el local con rapidez. Otra cinta estaba grabada con temas de hacía diez años. Su función era desalojar el local cuando los camareros notaran un descenso significativo en la consumición. A veces la gente se apalancaba y era necesario renovar la clientela.
Eran las once de la noche cuando subieron el volumen de la música y abrieron las puertas al público que comenzó a entrar poco a poco.
- Lo más difícil es llenar el garito – decía el dueño – a la gente no le gustan los locales vacíos en fiestas – prosiguió – luego basta con regular el tráfico.

A las doce estaba el local lleno.
- Siete cervezas – decía un cliente en nombre del grupo de chicos y chicas que llevaban pañuelos de fiesta en el cuello. 
- Cuatro cubatas de Caty Sark – dijeron desde otro grupo que se apoyaba en la pared.

Apenas se podía transitar por el local. Pero había que recoger los vasos de plástico que se amontonaban sobre las repisas que había atornilladas en la pared.

Una de las camareras, al mirar hacia la puerta instintivamente mientras ponía unos daikiris vio como uno de los clientes retiraba la mano, rápidamente. ¡Había intentado coger una botella de ginebra del estante de las bebidas!. Sin perder la calma se acercó hacia él y le hizo un gesto seductor invitándole a poner el oído y le dijo:
- ¿No serás tan cutre de intentar llevarte una botella? – Era una mujer muy atractiva. Llevaba tres años de camarera en distintos pub  y estaba curtida en el oficio.

Cogido infraganti, apenas pudo esbozar un “¡no, que va!” poco creíble y se retiró con sus amigos para no sentirse más humillado.

Desde la puerta el segurata controlaba que nadie entrara con consumiciones o tan bebido que no fuera consciente de sus actos.
- No puedes entrar con bebidas – decía constantemente. La gente quería ver nuevos ambientes y deambulaba por la abarrotada calle con sus vasos de plástico intentando entrar en un nuevo garito.

- No puede pasar – le dijo a un grupo de jóvenes mientras señalaba a uno de ellos que era transportado en volandas.
- ¿Porqué no podemos pasar? – se le enfrentó uno de ellos
-  Porque este tío no está en condiciones de beber – les dijo – cuando se despeje volvéis ¿vale?.

En ese momento vio a dos compañeras de baile que le saludaban alegremente mientras se le acercaban. Estuvieron hablando durante una hora y se marcharon. No sabía muy bien porqué habían estado con él mientras trabajaba. A las mujeres les encantaba ese tipo de oficios, pensó para justificarlas, mientras recordaba cómo dos pilotos de F-18 habían levantado a las inglesas que jugaban al billar delante de media docena de pretendientes – él incluido - digan lo que digan, cierto tipo de riesgo les cautiva, tal vez la asocien con la autoridad, sobre todo cuando son jóvenes.

Nada más irse sus amigas llegó su pareja de baile:
- ¿Hola, segurata? – le dijo con un tono entre burlón y de admiración.
- Hola, ¿qué haces por aquí? – quedaba claro que había dejado a sus amigos para hacerle una visita.
- He venido a verte – ella quería estar un rato con él y pasaron cerca de dos horas hablando hasta que su idilio, entre vigilancia y miradas cómplices, fue interrumpido en un momento inesperado. Dos de los camareros saltaron la barra casi a la vez. Un hombre borracho y con un palo de madera se les había colado. Las miraditas seductoras de su amiga le habían distraído. Se había iniciado una pelea y debían pararla inmediatamente. Lo más efectivo era empujar a los que se habían enzarzado hasta la puerta y así lo hicieron. Una vez fuera prosiguieron la pelea mientras el dueño llamaba a la policía.
- ¡Toma que se te ha olvidado la tranca! – le dijo uno de los camareros entono burlón mientras le arrojaba la estaca de madera.

Eran  las siete de la mañana cuando se decidió cerrar. El dueño hacía la caja, mientras los demás recogían el suelo del bar. Hacia las ocho bajaron la persiana, mientras clareaba el día.   
- ¿Un chocolate con churros? – sugirió uno de los camareros al resto de compañeros. Aquella proposición era casi irresistible. Después de una noche de trabajo el chocolate entraba como una papilla a un bebé. Era el mejor preámbulo antes de dormir.

La primera noche de fiestas había acabado.


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