Miguel Ángel Ibáñez Gómez - maiges_ps@hotmail.com

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martes, 13 de marzo de 2012

Las Piedras de Colores

Andaba sobre la orilla del mar. Las olas, casi sin fuerza, desaparecían penetrando en la arena bajo sus pies. Ella sentía la suave caricia de la humedad mientras su mente se perdía vagando, no sabría decir muy bien por donde. Se agachó y puso la mano sobre la arena a la vez que llegaba otro impulso del mar. La frescura del agua le agradaba. Llevaba un pañuelo atado a la cintura y su piel había adquirido el bronceado propio de la orilla del mar en verano. En aquella ocasión había salido a la playa por la tarde y el sol empezaba a acariciar el horizonte. Unos niños jugaban correteando no muy lejos de ella. Casi estaba sola en la playa y le dio por pensar en su vida.

Ella era la misma de siempre, pero en unos pocos años todo se había puesto patas arriba. Y se encontraba sola. Tan sola que había hecho de su soledad su manera de vivir. Pensó que cuantas menos personas entraran en su corazón menos daño le podrían hacer. Así que su soledad le hacía sentirse plena e independiente, incluso la identificaba con la felicidad. Nadie volvería a defraudarla. Su felicidad ya no dependería de nadie, aunque a veces soñaba despierta con un amor que la enamoraba profundamente y la libraba de aquella soledad. Un amor perfecto, cariñoso, serio, un hombre asentado firmemente sobre sí mismo que le hacía soñar.

Miró al otro lado de la playa y vio su pequeña casita de alquiler a la orilla del mar. Se había dejado la luz que estaba junto a la puerta encendida. Siempre la dejaba encendida para señalar que no estaba abandonada. Le transmitía la sensación de hogar, un hogar que ella formaba con sus recuerdos.

La brisa del mar acariciaba su cara y movía sus cabellos. De repente le brotaron las lágrimas. Lloraba por ella. Y se sentía débil. Era entonces cuando echaba de menos un hombro amigo. Un hombro varonil donde apoyar su cabeza y con ella su mente y todos sus recuerdos. Miró hacia el suelo y vio una preciosa piedra mojada todavía por las olas del mar. Tenía ribetes rojos y azules. Le gustó y la guardó entre sus manos.

Encaminó sus pasos hacia la casita mientras se secaba las lágrimas de sus ojos. Subió unos pocos peldaños. Abrió la puerta y se dirigió al baño para ducharse. Luego se vistió y tomó la maleta que ya tenía preparada. Cerró la puerta y dejó las llaves en el buzón, como le había pedido la señorita de la agencia. Y se dirigió a tomar un taxi que le llevara al aeropuerto.

Desde el avión aún se notaba el resplandor del atardecer. El vuelo era corto y llegaría pronto a su casa y a sus quehaceres cotidianos.

Llegó a eso de la una de la mañana.  Al deshacer la maleta se encontró la piedra. Era la piedra de colores. La tomó y la puso en un tarro de cristal que tenía agua para dar más resalte a los colores de las piedras que contenía. Eran las piedras del verano. Las piedras que cada verano tomaba de las playas donde iba. Nunca pensó en porqué tenía aquella colección de piedras, aunque a sus visitas siempre les llamaba la atención y ella contestaba:



-¡Ah!, ¡no sé! Son piedras que me gustan.


Y en verdad eran piedras bonitas.


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