Miguel Ángel Ibáñez Gómez - maiges_ps@hotmail.com

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martes, 13 de marzo de 2012

La Milonga utópica.

- ¡Es tarde! – se decía así mismo mientras pulsaba el timbre del piso donde vivía su amiga, a la vez que miraba su reloj de pulsera – séptimo cielo. Evocaba el titulo de aquella película para recordar qué botón debía pulsar y a la vez le resultaba sorprendente que ella se lo dijera la primera vez que le indicó cual era su domicilio. El siempre había mantenido en secreto aquella formula que aprendió de su padre para no olvidar ciertos datos. Pensaba que dejaba en evidencia su carencia de memoria revelar el método mnemotecnico, incluso que podría causar cierta hilaridad. – Séptimo cielo - le sorprendió tan gratamente que le dejó estupefacto. Además era tan evidente… y conmovedor que nunca se atrevió a preguntar. Suponía que sólo la felicidad podía haber puesto nombre a aquél lugar.

 - ¡Ahora bajo! – dijo ella desde el otro lado del interfono, mientras terminaba de componerse el vestido y pensaba en mirarse por última vez en el espejo de la entrada de su casa antes de salir.
 - ¡Es tarde y todavía no han llamado! - se volvía a repetir. Esperaba una llamada de teléfono que indicara el lugar de reunión. Últimamente ir a bailar tango se había convertido en toda una odisea. Desde que cerraron las Milongas de José Carlos el encontrar un local donde bailar con plena libertad era realmente difícil. Durante un tiempo el resto de las milongas de la ciudad fueron tolerantes con los arrabaleros, pero desde que llegó aquél individuo se prohibieron los ganchos y las sacadas. Todos se volvieron más intolerantes.

 José Carlos, el profesor de tango, no pudo superar las dificultades administrativas de sus locales y aunque podía dar clases no le permitieron realizar bailes. Así que durante la semana un par de personas se dedicaban a ojear lugares por la ciudad y alrededores donde se pudiera instalar un equipo de música y bailar durante la noche. Ya en alguna ocasión, llevados de la desesperación, montaron el equipo en el pasaje del Ciclón. ¡Aquello fue glorioso! Durante la primera hora no hubo protestas pero la división de opiniones llevó a algunos vecinos a llamar a la policía.
 - ¿Quién es el responsable de esto? – preguntó un cabo de la policía municipal al grupo de unos treinta bailarines, entre hombres y mujeres, que habían estado disfrutando de la improvisada fiesta.
 - No hay nadie responsable – se oyó contestar de manera anónima.
- En ese caso todos tendrán que darnos su carné de identidad y acompañarnos a comisaría – contestó el cabo mientras pensaba en el alcance de la decisión que acababa de tomar. Aquellas personas tenían una media de 40 años, no eran unos críos. ¿Debería pedir refuerzos?… ¿o un furgón?. Seguro que aquello saldría en la prensa…. Debía actuar muy correctamente. Así que rectificó y pidió que todo el mundo se fuera a casa, pero un vecino insistió en hacerse notar e insistir en denunciar a todos los asistentes. El agente no tuvo opción. Además, la llegada de otro coche patrulla no facilitó las cosas. Un policía recién salido de la academia se empeñó en requisar el equipo de música y aquello subió de tono. Llegaron todas las patrullas de la ciudad. Los empujones venían por doquier. Las mujeres casadas del grupo increpaban a los agentes:

 - ¡No toques a mi marido! ¡No me toques!¡Podría ser tu madre! ¡Mocoso!- mientras el equipo de música cambiaba de mano con rapidez, ora en la policía ora con los tangueros. Incluso algún vecino se animó a bajar  y participar de la reyerta en pijama y bata.
Al final el pasaje quedó desierto y con algún rastro del enfrentamiento – una gorra de policía y un tacón de zapato de mujer - que fue recogido por uno de los vecinos como botín de guerra. y el equipo de música quedó en casa de otro vecino de confianza y a salvo de la policía.
 Se acusó a todos los participantes de resistencia a la autoridad, lo que dio con todos ellos en la comisaría.

A la mañana siguiente la prensa se hizo eco de aquella situación, e incluso hubo alguna entrevista. De manera vertiginosa el grupo de tangueros malditos aumentó.

Un empresario vio en aquello una oportunidad de negocio y ofreció un espacio de baile a aquel grupo de tangueros deslocalizados. Incluso el Jefe de Policía se tuvo que dar por enterado dado el cierto tufillo que a intolerancia rezumaba uno de los artículos de prensa que al respecto se publicaron. Incluso el tango aumentó de aficionados en busca de emociones otoñales.
 Por fin sonó el móvil:

 - ¡Sí, dime! – preguntó mientras se abría la puerta del portal y aparecía su amiga - ¿dónde? ¡Ah, bien! ¡Allí estaremos!.
- ¿Dónde será hoy? – preguntó ella.
-  Será en una nave que se encuentra vacía en la Puebla– ahora eran unas 120 personas y aunque les habían ofrecido un espacio estable para bailar preferían agotar aquella idea de seguir teniendo una Milonga utópica. La verdad es que existía un programa itinerante para uso de naves e instalaciones municipales que se había establecido no hacía mucho en un acuerdo con un Concejal simpatizante. Sólo un grupo reducido de personas conocían esta circunstancia. Las llamadas verificaban que el espectáculo estaba listo para comenzar y mantenían la ilusión.







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